Pongo
fin a mi trilogía de juicios tras Matar a un ruiseñor
y Doce hombres sin piedad.
Tres piezas maestras de las que beben cualquier otra película del
género.
Salvo
el primer plano de la película (una cámara inestable) todo lo demás
son aciertos. Que la víctima de violación, Lee
Remick,
no sea una ingenua sino una tipa con una pulsión obsesiva en seducir
hombres, es el principal de ellos.
Es
muy interesante que haya tantas tramas atractivas sin relación con
el juicio. La adicción a la bebida de Parnell, la escasez de dinero
de Paul y su afición a la pesca, la secretaria que tiene control de
cualquier situación… Cada una de esas cosas la ves como si fuese
la trama principal y podría salir una película con cada una de
ellas. Parnell, por ejemplo, tiene un accidente, es irrelevante para
el juicio, pero humaniza al personaje y no parece superfluo sino que
crea contexto.
Los
guionistas actuales deberían ver esta película: es de una lógica
implacable. Lógica en las reacciones, en la secuencia temporal, en
la réplica de los diálogos, en el carácter de los personajes. Todo
fluye y encaja con naturalidad. ¡Ese distanciamiento entre marido y
mujer, esas miradas en el juicio!
En
1959 era infrecuente que en el cine se hablara de bragas, esperma,
que se usara la palabra puta o anticonceptivo, que hubiera un bar en
el que se mezclan negros y blancos y en el que estaba
Duke
Ellington…
Pero Otto
Preminger
era muy de meterse en charcos. No era la primera vez que se
adelantaba a su época y no sería la última. Se adentraba en temas
escabrosos y lo hacía con mucha inteligencia.
Aquí
utiliza con frecuencia un recurso: pasar de un plano general a un
primer plano en un rápido travelling.
Esa técnica ayuda mucho a que parezca que todo lo que dice alguien,
incluso un secundario, parezca importante.
Otra
cosa que me gusta mucho es que su único mensaje moralizante es que
no hay que fiarse de los que beben ginebra.
-¡Ay!
Maravillosas dos palabras: “sin embargo”.
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