Otro
biopic rutinario. En ocasiones
anteriores el biografiado me interesaba poco. Pero Oscar Wilde es otra
historia. A Wilde lo he leído y releído. Me lo he empollado.
Especialmente su De profundis,
su libro final, el que la gente no
suele leer y el que la crítica no suele mencionar.
Supuestamente
lo que Rupert Everett (director, guionista e intérprete) quería contar
era eso: De profundis. Los
últimos años de la vida de Wilde. Y no lo hace.
De profundis puede compararse a las
Confesiones de San Agustín.
Oscar Wilde, desde lo profundo, clama. Se confiesa, llora, se
arrepiente, sufre, se justifica, se lamenta. Quiere su fama (dos pinceladas en flashback que no explican nada) y no la
quiere. Quiere su hedonismo y no lo quiere. Una contradicción con patas,
humana, caótica. Los dos años de cárcel (otras dos pinceladas) le han cambiado
totalmente. Física, psicológica, moral y espiritualmente. Y lo cuenta desde lo
profundo. La sacudida que para él supuso la lectura de lo que llama “esos
cuatro poemas en prosa” (Evangelios), es el centro de sus últimos años. La
búsqueda de Dios, su acercamiento al catolicismo (otras dos pinceladas), en una
lucha compulsiva contra sus pasiones. El director, guionista, actor, ni se
entera. No ve al hombre tras el dandy.
Quiero
decir: el drama no está en la enfermedad, está en la mente y la voluntad.
Cuando
acaba la película la certeza es absoluta. Oscar Wilde ha sido la trampa
para hablarnos de lo que a Everett realmente le interesa: él mismo. Se
interpreta a sí mismo. La película debería titularse La importancia de llamarse Rupert Everett. Un ejercicio de narcisismo.
Pero a diferencia de Wilde él, en la aduana, no puede declarar su
ingenio.
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