Entiendo
la película como dos aventuras. La primera, el viaje con el padre,
no me parece mal. Ocupa la mitad del metraje, más o menos y me la
creo (no del todo, pero aceptamos los agujeros) tanto en su parte de
acción como en la dramática.
La
segunda, el viaje con la madre, exige suspender la incredulidad
demasiado. Que la madre enferma se ponga en pie ya cuesta aceptarlo,
cosas que vienen a partir de ahí… El joven que aparece
oportunamente, la lucidez en los momentos precisos, la
zombi del tren (esto no, esto es ir demasiado lejos), otra
aparición oportuna…
Esta
última de Ralph Fiennes es lo mejor que le pudo
pasar a la película pero ya un poco tarde.
Me
gustan cosas como eso de estar rodeado por la muerte y sorprenderse
porque alguien va a morir de una enfermedad natural. O eso de 28 años
de muerte y sólo una persona crea un monumento al memento
mori. O el propio concepto del modo diverso en que educan un
padre y una madre pero entrelazados (Jodie Comer evoca
más a su padre que a su madre). Es evidente
que Boyle y Garland hacen una
película sobre la aceptación de la muerte. Y, por tanto, lo
importante es el amor que hemos dado a los demás.
El
conjunto me parece raro. Hay cosas muy arbitrarias. Puedo aceptar
extravagancias visuales, montaje caprichoso, entiendo la libertad
expresiva del cine. Cuesta más aceptar la identidad estructural.
Digamos
que estoy un poco harto de ver películas que son capítulos de
series, que están pensadas para una continuación más que en para
un cierre, que el final abierto no es un final abierto para el
personaje sino para la taquilla.
La
planificación es buenísima. Puntualmente truculenta. La violencia
es muy explícita, muy bestia, aunque tampoco hay tantos momentos
como cabría esperar. Y mueren pocos humanos.
Sí
tiene esa potencia visual de Boyle, que siempre te deja
marcas en la memoria, pero cuesta mucho tragar con la trama en sí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario