Una
noche Matthew Rankin se pegó un atracón de Wes Anderson
y Abbas Kiarostami. El orden no importa. Lo que importa es que
la ulterior resaca produjo esta película. Digo yo que tuvo que ser
algo así.
Winnipeg.
Una zona donde vive una nutrida población persa y sus alrededores.
Un niño ha perdido las gafas. El profesor no tolera muy bien dicho
acontecimiento. A partir de ahí se producen una serie de disonancias
y acercamientos entre múltiples personajes. La historia se ramifica
y conecta de algún modo a unos con otros.
El
gran mensaje está explicitado desde el inicio: la película es un
canto a la amistad. Una visión amable y comprensiva de la humanidad.
La idea ancestral de la hospitalidad nómada, tiene mucho que ver
aunque estemos en Winnipeg. Y hasta ahí lo pillo. Sospecho que se me
escapan muchos de los elementos de una ciudad multicultural en donde
lo verdaderamente importante se dice en un idioma universal que todos
entendemos.
Pienso,
pese a todo, que el mensaje principal se percibe y que, aunque se
escape lo secundario, lo importante está en su concepción estética,
en esos encuadres de hormigón y nieve, de poesía anárquica, de
juegos como ese plano contraplano que es lo más brusco que hayas
visto alguna vez por la distancia a la que se filma.
Una
película absurda, surrealista, con leves toques de humor, de
ternura, sin excluir la complejidad humana.
No
es para todos porque ciertamente es extravagante, pero no hace daño
a nadie.
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