Lo
primero que sabemos del protagonista es que es heroinómano. Lo
segundo que es poli. Investiga la desaparición de Charlotte hace 20
años, una joven aborigen australiana.
Travis
escucha un podcast bíblico sobre la historia de José del Antiguo
Testamento, hace preguntas al hermano de Charlotte, la hermana,
diversos sospechosos de hace años, recorre en coche el desierto
horadado inútilmente en busca de ópalos.
El
coche, convertido casi en un confesionario: en el asiento del
copiloto se sentará casi todo el mundo a enfrentarse con la verdad.
Limbo,
el desierto, texturas rugosas. La gente vive en cuevas, estructuras
excavadas en la roca. El motel tiene cubículos en las rocas, la
iglesia católica está incrustada en una roca.
Polvo.
Tristeza. Gente estancada. Nadie quiere estar allí pero nadie puede
salir de allí. Un mundo de desesperación, agravado por la familia
que perdió a una hija y hermana.
La
fotografía en blanco y negro es espectacular. Sostiene la película
de principio a fin. El director refuerza los sentimientos con la
desolación de la imagen, planos abiertos que ridiculizan la
dimensión de los hombres, que ratifican la insignificancia humana,
la impotencia ante la naturaleza. Nada sale bien. Ni siquiera se
acierta a disparar a una lata.
Es
una película sobria, áspera. Deja un fragmento de esperanza para
esa familia. Tal vez una herramienta rota era lo que se necesitaba
para reparar un objeto roto. De Ivan Sen ya había visto la
serie Mystery Road. La película es superior. La trama
policiaca es un mero recurso para mostrarnos el drama de las familias
aborígenes, las dificultades de sociedades aisladas, el daño que
hace la carencia de un horizonte vital digno.
Visualmente
una delicia. No es para grandes públicos pero tampoco aburre. Aunque tampoco alegra.
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