La
película comienza con un hombre pegándose un tiro en la cabeza y, a
partir de ahí, se va volviendo más oscura, más sórdida, más
sangrienta.
El
protagonista es un vendedor ambulante de desfibriladores. Eso no da
mucho dinero para mantener a una familia, especialmente si no puedes
pagar las cuentas del hospital para tu hijo con cáncer. Así
conocemos a Cliff, el bueno de la película, que aceptará un
trabajillo sucio para ganar algo más de dinero.
Pero
luego conoceremos más a fondo a Cliff. Y veremos capas desconocidas
de su personalidad. El director ha jugado con el espectador y ahora
nos mostrará su interioridad. Y seguirá siendo el “bueno” en
comparación con el mundo criminal que le rodea. Pero…
Cliff
es vendedor y gran parte de los diálogos muestran que su percepción
del mundo es así: un mundo en clave de compra y venta. Se aplica a
todo: a las relaciones personales, a los matrimonios… Cliff vende
lo que el otro quiere oír, la verdad que su esposa necesita y, al
final, se vende a sí mismo sus propias mentiras. No sabemos si el
amor por su esposa e hijo servirá para redimirle.
La
cosa es que Cliff ya conocía a Ricky y vuelve a buscarle. Lo que
vendrá después es la entrada en el mundo criminal, en un plan que
ya estaba en marcha sin él saberlo.
Lo
que menos me gusta son muchos de sus diálogos. Pronunciados con
lentitud, sin razón alguna, a veces sin sustancia (justificaciones
derivadas de las carencias del sueño americano) otras veces
repetitivos. La trama es muy básica y el guion sencillo. Lo mejor es
el montaje. La película se “lee” bien sin necesidad de esos
diálogos de relleno. Y son muy buenas las interpretaciones de Scoot
McNairy y Kit Harrington, con personajes de psicologías
complejas.
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