Un
documental sobre Lynch es un reto. Como cualquier otra cosa de Lynch.
Porque no sabes qué hay de cierto y hasta dónde te está tomando el pelo. Hay
cosas absurdas como esa anécdota sobre el vecino Smith que no lleva a ninguna
parte o surrealistas como expulsar a su compañero de piso por un desacuerdo
sobre Bob Dylan.
El
relato solamente abarca desde su infancia hasta la filmación de su primera
película (Cabeza borradora),
de modo que se centra en sus inicios pictóricos. De hecho es a lo que más
tiempo sigue dedicando y le vemos durante casi todo el metraje pintando, su
vocación permanente. Esas pinturas escultóricas tan feas, tan extrañas, tan
impactantes. Flipas con su taller/estudio o lo que sea eso.
Tiene,
en pequeño pero en un lugar preeminente, una reproducción de El jardín de las delicias de El
Bosco.
Cuenta
sus tonterías de adolescente, sus erráticos caprichos de juventud (Boston, el
viaje a Austria hacia Oskar Kokoschka, su delirante descripción de
Filadelfia…).
La
cuestión es que los directores se centran en el intento de desentrañar el
proceso creativo. De dónde le vienen ideas tan extrañas, cuáles son los
orígenes de sus inspiraciones, las razones de esos mundos de pesadilla. Y Lynch
no se deja o no quiere mostrar la esencia, sólo la periferia.
Para
los seguidores de Lynch.
A
ver si dentro de poco encuentro un hueco para su cortometraje en Netflix.
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