Es
imponente.
Rodada
en un único plano secuencia (aparentemente, pues sabemos que hay múltiples trampas,
pero lo que importa es que lo parezca), atraviesa trincheras, campos, batallas.
Partimos del campamento y cruzamos entre balas, explosiones y muerte. Es
asombrosa y es espeluznante. Un ejercicio prodigioso de virtuosismo que Mendes
ejecuta para dejarte patidifuso. Y, entre medias, en ese travelling incesante, hay detalles maravillosos como esa
decoloración ante nuestros ojos.
En
un más difícil todavía, resulta que la trama es muy buena, lo que se cuenta
tiene fuerza, tiene garra, tiene drama. Hay un mensaje con fondo que la técnica
ayuda a plasmar. No soy muy de películas bélicas pero esto es otra dimensión.
Nunca un director había logrado meterme tanto en una batalla. ¿Spielberg
y su soldado Ryan? Vete a paseo. Mendes no sólo le da un repaso técnico
sino que su contenido tiene mucho más calado. Ese sinsentido de la guerra y,
especialmente, de una guerra tan demencial como la I Guerra Mundial. Hay una
épica del individuo y una anti-épica de la guerra.
El
director te lleva de un plano corto a un plano general, del retrato de
personajes a los panoramas de destrucción, del intimismo a la perspectiva
general. Estás en el campo de batalla, te silban los oídos, comes polvo y te
llueve metralla. Fotografía, sonido, vestuario, montaje… Impecable. Hay emoción
y el final (¡vaya tramo final!) te deja con los pelos de punta.
Alucinante.
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