1996.
Mauricio es roquero.
Tiene grandes aspiraciones musicales pero algo no acaba de llenarle y
se droga. Un día decide partir en busca de la música auténtica, a
Argentina, inspirado por Atahualpa
Yupanqui.
Allí busca a don Carlos.
La
película arranca con unos cuantos juegos visuales y sonoros, montaje
que se entremezcla. Nada más empezar vemos el guion de la película
sobre una mesa que dice lo que acaba de pasar en la película. O
igual no.
Al poco el protagonista sale del ascensor a una sala y él ya está
en la sala. Allí ve un documental en la tele y se ve a sí mismo en
el documental. Y lo que allí se dice se lo dice en realidad su
novia, que está en el sofá. Es un modo muy interesante de
mostrarnos el mundo onírico, confuso e inseguro de Mauricio. Veremos
algo similar con otro personaje, borracho, en un bar.
Luego
saltamos a Argentina y se vuelve más lírica, más pausada,
deleitándose en canciones durante una sobremesa, en conversaciones
familiares, en fiestas de barrio. Es
el ritmo que Mauricio
tiene
que adquirir antes de poder tocar la guitarra, capturar el alma, no
perseguir la canción sino dejar que venga a él, saber escuchar la
vida.
Y
regresamos a España. Por alguna razón Mauricio se ha venido muy
arriba. A partir de ahí el guion es imprevisible. A una escala que
no te puedes imaginar. Rompe la cintura de continuo. Tiene momentos
que, cómo
diría, es innegable la influencia de Abbas
Kiarostami.
Me
sorprende la naturalidad de las interpretaciones. Javier
Macipe tiene muy claro lo que quiere contar y cómo quiere contarlo.
Una
historia entrañable, una mezcla extraña de melancolía y humor, un
toque de realismo mágico y otro de, sospecho, vacile.
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