No
me ha enamorado. Tiene cosas que sí me gustan pero tiene cosas que no. Para mí,
no.
Todd Phillips se proyecta en Joker: es el payaso que quiere que
le tomen en serio. Es el director de comedias vulgares, para jóvenes
psicológicamente retrasados, que ahora quiere entrar en el club de autor.
En
Venecia y para muchos críticos ha funcionado. Para unos pocos no. El comentario
más lúcido que he leído (y que me sirve para ahorrarme muchas explicaciones) es
el de Stephanie Zacharek en Time:
Joker quiere ser una
película sobre el vacío de nuestra cultura. En lugar de eso, es un excelente
ejemplo de ello.
A
mí no me importa su violencia, nihilismo y anarquismo desde un punto de vista
moral. Lo de siempre: hay que distinguir ficción y realidad. Que se fastidien
los puritanos. Pero la comentarista tiene razón en que si a esto lo
consideramos “alta cultura” o “una obra maestra” es que las cosas están muy
mal.
Siempre
pensé que lo más interesante del Joker era su misterio. ¿De dónde viene su odio,
su indiferencia, su amoralidad? ¿Qué quiere, para qué? ¿Y si de verdad es sólo
diversión? Todd Phillips aporta una respuesta que es una perogrullada
dogmática. Digo: no caben interpretaciones. Y eso no me gusta. Porque deja de
ser el Joker para convertirse en otro psicópata sin más. Se acabó el misterio.
Todos
los actores, con el Joker, se lucen. Igual es más fácil de lo que parece. Todos
se lucen menos Jared Leto, claro. Joaquin Phoenix, que sí es un
actor, se sale. Es lo mejor de la peli, claro.
Ah,
otra cosa. Que esté Robert De Niro me hace pensar demasiadas veces en Taxi Driver y en que el director
bebe demasiado de allí.
Creo
que este comentario deja la peli peor de lo que realmente es. Pero es que ya
hay un exceso de elogios.
Y de payasos.
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