Orson
Welles
aparece como mago y, casi de inmediato, presenta a su cómplice, el
camarógrafo, otro tramposo. Luego está Oja
Kodar,
coguionista e intérprete de la abrigada chica del tren que distrae
del juego de manos y minifaldera que distrae en los títulos de
crédito. Carnada explícita. Y ahí ya podríamos extendernos
ampliamente en los recursos técnicos -más trucos- de Welles.
A falta de móviles -que no existían en 1973- intercalaba el monitor
de cámara y usaba un montaje rápido. Y no acabaríamos nunca porque
la película está plagada de ejemplos de cómo la imagen, la cámara,
el montaje, la fotografía, son fraudes, mienten al espectador.
Forma
y contenido entrelazados perfectamente. Lo que se cuenta y cómo se
cuenta. El arte, la pintura, el cine, la biografía… Mentiras.
Fraudes a veces, otras nos dejamos engañar.
Es
un documental sobre Elmyr de Hory, el mayor falsificador de
pinturas, cuya biografía escribe Clifford Irving, el mayor
falsificador de biografías (engañó y ¿se engañó? con la de
Howard Hughes). Y esto lo cuenta Welles -mago, trilero,
embaucador del cine y de la radio (¿recuerdas ese gran fraude de La
guerra de los mundos?)- con un montón de artificio y
jugueteos fílmicos.
Que
Ciudadano Kane fuese sobre Howard Hughes no es
una coincidencia: es que Welles, muy comprensiblemente, lo
tenía enfilado.
Como
documental es un 10. Nadie ha realizado un documental tan libre,
anárquico, tan reflexivo. Porque no cuenta lo que supuestamente se
iba a contar de ciertas personas. Se cuenta el fondo: las mentiras
que creemos o elegimos creer. Y las mentiras que creen los
mentirosos.
Ya
en 1973 Orson Welles denunciaba que los “expertos” eran
los nuevos fraudes. 50 años después nos siguen timando.
Confieso
mi debilidad por ese elogio que Welles hace del anonimato del
gótico.
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