Cory Finley filma su primera
película con una seguridad admirable. Sabe lo que quiere contar y cómo lo
quiere contar. La puesta en escena es clave para la creación de una atmósfera
con algo de asfixiante, bastante de perturbadora y mucho de perversa.
Dos
adolescentes planean matar al padrastro de una de ellas. Finley se
muestra hábil con un guión de pocos personajes, conversaciones incómodas y una
exposición progresiva que va desvelando el pasado de estas dos adolescentes.
Además realiza una pirueta de desviación de la trama que pudo salirle mal (el
chantaje a Anton Yelchin) pero que funciona magníficamente a la larga.
Porque se trata de evitar clichés y mostrar que la vida no siempre discurre
como lo esperamos y, desde luego, no según los cánones de los guiones
prefabricados hollywoodienses.
Desde
luego gran parte del mérito está en las actuaciones de Anya Taylor-Joy
y Olivia Cooke, ambas perfectas en sus papeles. Qué buena la escena de
las lágrimas.
No
pasan muchas cosas en la película, pero el director sabe mantener la intriga y
se muestra ágil en el manejo de la cámara y en los tiempos.
El
final es tan incómodo, tan atípico, tan inesperado como todo lo demás. Un
extraño pacto entre las adolescentes ¿o tal vez la manipulación de una de ellas?
Una
pequeña sorpresa, retorcida, entretenida, solvente.
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