¿Conoces esa sensación
de sentarte a ver una película y, hacia la mitad, comienzas a pensar que llevas
allí tanto tiempo que la ropa con la que te sentaste ya se ha pasado de moda?
¿Que aún llevas una corbata de paramecios y pantalones de campana? ¿Que no
existía internet y ahora sí? ¿Que ha pasado tanto tiempo que consideras
seriamente la posibilidad de que eres tu propio abuelo?
Pues eso.
No es que la peli sea
mala, ojo. El director muestra oficio académico. Pero a una peli de suspense,
a una investigación policial, no puedes imprimirle ese ritmo tedioso, soso,
intrascendente. Porque llegas a la última escena y sabes que todo lo demás
sobraba.
He aquí un ejemplo de
cómo una adaptación extraordinariamente fiel a lo literario puede dañar,
muchísimo, a su reflejo cinematográfico. Es un relato inane, sin alma,
necesitado de unos cuantos hervores.
El único sentimiento
que contagia es la pereza. No es culpa de los actores y, tal vez, en cierta
medida, ni siquiera del director, aunque todos sabemos que tiene la última
responsabilidad. Pero ese guión necesitaba reescribirse aún unas cuantas veces.
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