
Hay dos clases de películas a las que procuro ir cuando sé que habrá poca gente.
La primera clase son ese tipo de películas que llevan el sello de cinefilia intelectualoide. Pongamos por caso a François Ozon. La sala de cine parece convertirse en un velatorio. Como si a alguien se le hubiese muerto un gato. Es una sensación rara. Como estar en el templo de una religión extraña y fuese a acontecer la epifanía de un diosecillo chorra. La gente entra estirada como si llevase un palo de escoba instalado incómodamente en alguna parte. O quizá es, sencillamente, que acaban de meterse una raya, y no aciertan ni a encontrar cuál es su butaca. No sé. Además, me paso la película preguntándome si me esperarán a la salida para tratar de convencerme de que me afilie a un partido marxista.
La segunda clase son las pelis para adolescentes (terror, acción...). Cuando vas por el pasillo oyes tal follón que piensas que la película ya habrá empezado. Y no. Todavía faltan diez minutos. Pero el jaleo ya es brutal: hay líquidos y palomitas desparramados por el suelo, las fundas de las pajitas vuelan en todas direcciones, la gente discute en qué orden deben sentarse para estar cerca o lejos de alguien. Lo único extraño es que no haya ya sangre empapando las moquetas de paredes y suelo. Y si en la peli aparece la prota con un escote pronunciado se celebra como si hubiésemos ganado el Mundial. Otra vez.
En cambio sí me gusta ir a ver las películas de Woody Allen cuando hay gente. Para empezar todo el mundo habla con el mismo tono y volumen de voz cuando están fuera de la sala y cuando van entrando. Se sientan donde les parece sin preocuparse por la numeración de las butacas. Se saludan entre sí porque, fíjate, algunos son conocidos o vecinos o amigos, que también han ido a ver a Woody Allen. Qué coincidencia. Intercambian unas pocas palabras amables con quien tienen al lado. Las edades van de los 20 a los 70 años. Y, atención, porque esto es importante, la gente se ríe en los momentos oportunos. No se ríen por gilipolleces o por una salida chusca. Se ríen ante un diálogo con cierta dosis de inteligencia o ante una situación lograda. Son capaces de celebrar el ingenio.
En fin, que aunque la película sea tan flojita como ésta, y Woody ya lleva varias seguidas, creo que hay que reconocerle al director su capacidad para situarse en el punto justo entre los orcos y los pedantes.