Quizá eras el tío que imaginaba cómo fabricar alarmas rudimentarias para averiguar quién se acercaba a tu habitación. O pudiste ser el que inventaba historias de piratas tuertos. O el que se pasaba el día tendiendo trampas mentales con los útiles que tenías a mano (un lápiz y un cacho de cuerda). Quizá encontraste planos de tesoros. O quizá eras la chica de enfrente, esperando a que ése mocoso viniese para arrastrarte a una aventura demencial.
Tú estabas ahí dándole al tarro y creyendo que tu imaginación no tenía futuro. Era imposible poner en práctica lo que se te ocurría: no había tesoros, ni trampas, ni ladrones, ni inventos sorprendentes, ni jamás te dirigía la palabra ese ser por el que estabas coladita. Y cuando ya casi perdías la esperanza y creías que nunca te ocurriría nada importante, llegaron Los Goonies para demostrar que sí se podía.
Sólo había que aprovechar la oportunidad.
Y, como cada uno de nosotros fue el primer Goonie, la aprovechamos.



















