Cada
vez que leo que las películas de Haneke son una crítica a la familia
burguesa me entra acidez de estómago. Eso es lo hace cualquier director
parisino burgués del montón. Haneke, al contrario, escoge familias
burguesas porque para él, austriaco, es lo más normal del mundo, lo que conoce,
lo que le gusta ser. Y esa normalidad saltará por los aires. De ahí nace el
drama: el mal irrumpiendo en un mundo estable. Porque hay otra cosa que es de
la que realmente quiere hablar y de la que casi nadie se entera. Y como no se
enteran dicen que es una crítica a la familia burguesa.
Hay
en la película un deslizamiento interesante entre suicidio, asistencia al
suicidio, eutanasia, homicidio, asesinato. Una fina línea que muestra lo cerca
que está el sentimentalismo y la maldad, la indiferencia y el desprecio de la
vida, el aburrimiento vital y la búsqueda de una sensación fuerte. Solipsismo y
hedonismo como meta. El dolor se identifica como fracaso. Por eso es tan fácil
matarse uno mismo o matar a otro. Sin remordimientos, desapasionadamente.
Supongo
que todo el mundo que conozca a Haneke sabe que el título, ese final
feliz, es irónico. Y, con todo, tal vez sí es lo más cerca que Haneke
puede estar de ello.
Muy
fragmentada, con grandes elipsis y saltos en el tiempo. Bastante ardua, la
verdad. Suele costarme menos adaptarme al ritmo del director. Aunque me basta
con tener a Isabelle Huppert y Jean-Louis Trintignant en la misma
película.
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