1937.
Estados Unidos aún no ha salido por completo del agujero de la
Depresión y la sequía asola San Francisco. Se están estudiando
proyectos para construir pantanos. Una mujer contrata a un detective
privado para ver si su marido la engaña. El marido es el Delegado
del Agua.
Espero
que lo que voy a decir se entienda. Es, en mi opinión, la mejor
interpretación de Jack Nicholson
porque aquí demostró que era un verdadero actor. Fue, tal vez, la
última película (sí: 1974) en que no se encasilló en el
histrionismo, la exageración, la locura, las muecas. Gittes era un
detective sobrio, normalmente calmado, casi asustado por el mundo
horrible que le tocaba ver.
La
corrupción de gente poderosa investigada por un pequeño detective
que no ganaba para sustos: palizas, vidas sórdidas, corrupción de
políticos y empresarios, estafas de tierras, control del agua…
Chinatown.
El barrio chino aparecía en los últimos 5 minutos. Pero era una
expresión del estado mental de Gittes. La percepción de la realidad como algo incompresible, con otras
reglas, con otra escala. La impotencia ante un fenómeno que se
escapa a nuestros criterios habituales. Chinatown significa mala
suerte. Chinatown había absorbido a todo el mundo.
Hay
un detalle que me fascina. Faye Dunaway inclina, cansada, la
cabeza sobre el volante y toca el claxon sin querer. Una terrible
premonición.
Polanski
contravenía las normas del género negro usando una paleta de
colores crema y mostraba una soleada California. Nada de espacios
cerrados, fotografía gris. La apariencia era la de un mundo
luminoso, el artificio de la alegría.
Todo ello para dejarnos uno de los finales más desoladores del cine. No sólo no
triunfaban el bien, la verdad y la belleza sino que eran corrompidos.
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