Eugenio Derbez y Anna Faris
son buenos cómicos. Tienen un don para la comedia. Por separado. Juntos no.
Juntos son un desastre. Química cero. Nula. Imposible creérselos juntos. En
cualquier escenario.
Cuando
arrancas con un punto de partida tan loco como el de la película, tienes que
mantener un ritmo de demencia continuo. No puedes fingir que todo se mueve en
cauces normales, realistas. Eso que también sabían en la screwball clásica, aquí se les olvida. Si empiezas pisando el
acelerador a tope tienes que apañártelas para ir a más. Tú verás cómo. Pero no
puedes frenar.
Así,
una trama que debía ser de carcajadas, se queda en una historia de sonrisas. De
medio sonrisas. Torcidas. A veces con desgana. Más allá de un par de gags
medianamente ocurrentes, no hay mucho que rascar.
Hay
toda una galería de secundarios sin explotar: padre, dos hermanas y
trabajadores de la construcción por parte de Derbez, tres hijas y
compañeros de trabajo por parte de Faris. Un guión bien pensado, de todo
eso, podría sacar algo explosivo. Pero, obviamente, se trata de salir del paso.
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