Los
policías de las series suelen llevar muchos demonios dentro: frustración,
arrepentimiento, pesadillas, recuerdos brutales. Robin Griffin los lleva todos
y alguno más. Una poli dura, sí, aunque menos de lo que le gustaría. Pero lista
sí es. Incluso borracha. Y eso sí lo sabe. Tras la primera temporada la vemos
en otro caso tan turbio o aún mayor.
No
me gustó Nicole Kidman en Big
Little Lies ni en El secreto
de una obsesión. Pero aquí está muy bien con un papel no muy extenso. Elisabeth
Moss, desde luego, siempre a un grandísimo nivel. También está Gwendoline
Christie (Brienne), esa señora de casi dos metros perfecta como poli. Y un
osito panda.
Paso
por alto las casualidades de partida: la hija relacionada con ese maromo, el
jefe de policía relacionado también de otro modo. Me cuesta tragar con ellas,
pero las acepto. Pero en ese afán por buscar situaciones extremas a veces se le
va la olla. La casi boda en la cárcel, las reuniones diversas con el novio o que
Robin deje suelto a Puss justo después de que le amenace con la pistola. O que
Julia tan pronto salga del armario como vuelva a entrar. A su edad.
Más
asequible que la primera, para público más amplio pero sigue teniendo esas
rarezas de Jane Campion que no es cosa de estilo sino eso: rarezas. Hay
reacciones en los personajes muy poco coherentes.