La película cuenta las dificultades para el
rodaje del juicio de Eichmann.
Dificultades iniciales para conseguir los
permisos, amenazas, un atentado fallido, roces entre productor y director y,
sobre todo, la competencia: en ese mismo momento Gagarin daba vueltas
por el espacio y Bahía de Cochinos elevaba la Guerra Fría a su grado más alto.
La cuestión de fondo es que el productor (Milton
Fruchtman) quiere hacer televisión, mostrar el drama, realizar el show. Y
el director (Leo Hurwitz) quiere saber quién es Eichmann, quién
era ese hombre corriente que se convirtió en un monstruo. Busca una reacción,
una emoción, algo que muestre al hombre. Pero Eichmann es impasible como
si sólo quedara de él el monstruo.
La peli se me queda muy pequeña en
comparación con la de Hannah Arendt.
No es sólo su falta de profundidad. Es también un problema de recursos
cinematográficos para mostrar el impacto que desearía haber mostrado.
Martin
Freeman interpreta a Fruchtman
con solvencia pero, ya sabes, todos preferiríamos que cuadrara su agenda con Cumberbatch
y nos dieran algo nuevo de Sherlock.
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