La asombrosa Amy desaparece y, poco a poco,
vamos descubriendo secretos: amante, deudas de dinero, embarazo... Todo apunta
al marido.
Y a la hora de metraje el vuelco. El relato
cambia, las cosas comienzan a moverse en otra dirección. La opinión pública da
vaivenes, fluye, es efímera. La televisión mueve los sentimientos en cuestión
de segundos.
Y a las dos horas otro vuelco diabólicamente
genial, después de que otro personaje aparezca y se vean otras intenciones,
quién es quién, quién manipula, quién controla y trata de dominar.
Y hay una detective que sabe por experiencia
que la navaja de Ockham, eso de que la respuesta más simple es la
correcta, jamás fue cierta.
Turbia, sórdida, retorcida y, finalmente,
enfermiza. Fincher esta vez no necesita los perifollos de sus
movimientos de cámara imposibles. El montaje crea la asfixia, las capas de mentiras,
la tensión en aumento incesante durante casi dos horas y media.
Todo lo contrario a una tormenta de azúcar.
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